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Sé tu propia porrista

Actualizado: 16 oct 2022

Mi deporte favorito cuando estaba en primaria era la gimnasia olímpica. La practicaba en el colegio y en clases particulares después de salir. Me encantaba aunque no recuerdo que fuera especialmente buena. Lo mejor de todo eran las competencias contra niñas de otros colegios, me encantaba competir y aunque tengo pésima memoria sí tengo el recuerdo muy vívido de esa niña sentada en el gimnasio de otra escuela junto a las demás niñas mientras iban llamando a quienes ganaban los diplomas y las medallas. Recuerdo la angustia de que no dijeran mi nombre y que me tuvieran que explicar que eso era bueno porque quería decir que había chance que hubiera quedado en un lugar más alto. Y de hecho así fue, ese día en particular quedé en segundo lugar.


A mi papá, que había practicado rugby en su juventud, le encantaba que hiciera deporte, que compitiera y que me fuera relativamente bien. Otro deporte que practicaba de niña era atletismo y competía con mi colegio en salto largo. También recuerdo a mi familia acompañándome y alentándome en cada competencia contra otros colegios.


Me festejaban también, los logros en el colegio, sin dudas en las calificaciones era donde más brillaba.


Y un día me volví grande, una veinteañera sin vocación en una realidad que me gritaba que el mundo es de los especialistas y que si no sabes qué hacer con tu vida, hay algún problema en ti y nunca te vas a destacar.


El tiempo siguió pasando y aunque más tarde que las personas de a mi alrededor, comencé una carrera corporativa en uno de los bancos más importantes del mundo en una gran ciudad de latinoamérica. Aunque a mi me resultaba fascinante el hecho de trabajar en un banco tan importante que tenía al menos 4 veces más clientes que la población completa de mi país y me resultaba increíble todo lo que aprendía cada día, me dí cuenta que esa fascinación era solo mía. De alguna manera empecé a notar una dicotomía entre el entusiasmo que sentía de finalmente haber encontrado ese trabajo al que le dedicaría toda mi pasión y energía y el entusiasmo que sentía el mundo a mi alrededor por mis pasiones profesionales.


Se acabó el acompañamiento y el aliento. Se acabaron los festejos.


La realidad es que las carreras profesionales en las grandes empresas son como andar en una montaña rusa, llena de subidas y bajadas. Hay momentos de grandes éxitos y momentos de grandes fracasos, hay momentos que estamos muy cerca de los grandes tomadores de decisiones y hay momentos que estamos muy lejos. Hay momentos que sentimos que nos vamos a comer el mundo y hay momentos que sentimos que el mundo nos va a comer a nosotros. Hay momentos en los que nos sentimos muy valorados y hay momentos en los que sentimos que nos quieren sacar de encima. Así pasa desde el día que entras hasta el día que te vas y no cambia con la mejora de puesto. Y aunque puede sonar un poco extraño, ser parte de esa dinámica y lograr sobrevivir a mi se me hace interesante en sí mismo independientemente de la industria, el puesto o el proyecto del momento, es como estar en una película de intrigas y desafíos constantes. Y como toda buena película, uno quiere hablar sobre ella.


Casualmente el comienzo de mi carrera bancaria coincidió con el comienzo de mi vida como mamá. Mi primer hijo nació 2 meses después de que comenzara a trabajar, sí, me contrataron embarazada, algo que me encanta contar porque es algo poco común y creo que fue algo muy avanzado para la época.


Y con esas dos nuevas vidas comenzando a la vez, comenzó también un cuestionamiento por las decisiones que estaba tomando. Antes de irme de licencia por maternidad, con la ayuda de una compañera de trabajo, recorrí muchas guarderías cerca de donde trabajaba. La idea era llevar a mi hijo conmigo en las mañanas, dejarlo en la guardería e irlo a buscar una vez que saliera de la oficina. Esta práctica era la más común entre las mujeres que tenían hijos y seguían trabajando en esa zona de la ciudad. Encontré una guardería que se me hizo increíble y sin cuestionármelo dos veces eso hice cuando a los tres meses tuve que volver a trabajar, por no decir realmente a empezar a trabajar. Aunque la guardería quedaba muy cerca de la oficina, el tráfico era un infierno y mi plan de ir a la hora de la comida a chequear a mi bebé y darle de amamantar duró poco. Aún con sala de maternidad en la oficina, a los 4 meses y medio ya no pude seguir amamantando. Un día yendo a una consulta de rutina con el pediatra me dijo que mi hijo no estaba respirando bien y se tenía que quedar internado. Estuvo casi una semana en el hospital donde iban chequeando su sistema respiratorio y ya no volvió a la guardería. Lo que siguió fue que arreglara con la señora que venía algunas veces por semana a ayudar a mi casa y con su su hija, que ellas cuidaran a mi hijo mientras yo estaba en la oficina.


La realidad de la época es que no existía el trabajo remoto ni el trabajo flexible. También al ser mi primer trabajo en una gran empresa, no tenía la experiencia ni las armas para poder plantear una estrategia mejor. Tampoco tenía a quien recurrir. Viviendo en un país que no es el mío, sin conocer a casi nadie y viviendo bajo la incuestionable premisa de que la responsabilidad de mi hijo era sola y exclusivamente mía y que tendría que ser yo la que tendría que ir resolviendo cada uno de los problemas que fueran apareciendo, lo mejor que pude hacer es ser muy estricta con el horario de salida de la oficina. Me iba exactamente a las 5 de la tarde, llegaba a las 8 de la mañana y me tomaba la menor cantidad de tiempo posible para la comida, normalmente en mi lugar.


Además de una rutina que comenzaba a ser extenuante, empezaba a crecer un pensamiento en mi mente que se escuchaba algo así: si algo le pasa a mi hijo la única responsable soy yo por ser una mala madre que antepone sus egoístas necesidades sobre las de su hijo. Por suerte este pensamiento se enfrentaba a otro que iba algo así: en ningún momento dije que yo iba a ser la única responsable de mi hijo, trabajar (que es la única actividad que hago fuera de mi casa) es una necesidad y un derecho y no tendría por qué dejarlo si no quiero, tiene que haber una forma de resolverlo como lo hacen tantas otras personas.


Difícilmente en la actualidad le digan a una mujer que no puede trabajar pero sobran los mensajes de que no debe trabajar. Y que si va a seguir haciéndolo, debe bajar sus ambiciones laborales para que no entorpezcan con sus actividades de madre.


Primero, los mensajes ensordecedores de que la misma existencia de la mujer está basada en el hecho de que sea madre y que no serlo debe ser la excepción fundamentada en una muy buena causa. Por lo mismo que la existencia de la mujer está atada al hecho de ser madre, todas las actividades alrededor de serlo, tienen que ser vividas como increíbles y satisfacer a la mujer en todos los ámbitos. La realidad es que las mujeres como el resto de los seres humanos del planeta, somos seres complejos con múltiples necesidades. También somos seres diversos y lo que puede ser increíble para una, puede ser detestable para otra. Cuidar a un bebé, darle de comer, cambiarle el pañal, estar horas y horas cargándolo e intentando que se duerma, pueden ser actividades fascinantes para algunas y repetitivas para otras como lo son para mí. Amo ser madre, y creo que mis hijos son lo máximo de este mundo, pero muchas de las actividades alrededor de cuidarlos se me hacen aburridas y sumamente cansadoras y no me gusta que se me imponga un mensaje de que tengo que estar feliz todo el día y querer pasar mi día entero en este tipo de actividades. La maternidad es mucho más amplia que este tipo de tareas y estas tareas no deberían ser exclusivas de las madres. Pensar que las ambiciones, planes e intereses de las mujeres desaparecen mágicamente en el momento en que son madres, parece más una narrativa conveniente que realista.


Segundo, existe una regla socialmente aceptada y muy racional que dice que el que gana menos es el que debe dejar de trabajar o bajar sus ambiciones laborales para llevar la carga pesada del cuidado de los niños. Yo también me compré esa regla y también caí en su lógica: los niños necesitan cosas, las cosas se compran con dinero, si alguien tiene que perder sus ingresos que sea la persona cuyos ingresos son menores. Según un estudio realizado por la ONU Mujeres y la OIT, la participación de las madres en el mercado laboral es de 55% para las mujeres de 25 a 54 años con pareja y al menos un hijo menor a 6 años en casa. Esta cifra es sustancialmente menor a la de los hombres con las mismas características que es del 97,1%. Este estudio también dice “Los datos confirman que la división desigual de las responsabilidades de cuidado y domésticas dentro del hogar es un fuerte impulsor de las desigualdades en la participación en el mercado laboral. El efecto también se deja sentir de otras maneras, como el acceso de las mujeres a la protección social y a la igualdad salarial, el aumento de los salarios y las oportunidades inmediatas y a largo plazo de ocupar puestos de dirección y liderazgo, y la exposición al riesgo de violencia y acoso.” En México solo el 45% de las mujeres en edad productiva trabajan, en comparación con el promedio de 78% de los hombres mexicanos, según datos de la OCDE.


Hoy ya no creo en esa regla ni en su lógica. Creo que las mujeres, que tenemos apenas unos 100 años en el mercado laboral, aún enfrentamos una infinidad de retos y desventajas en nuestras vidas profesionales. Una de ellas es la famosa brecha salarial. En México los hombres reciben en promedio un ingreso laboral por hora trabajada 34.2% mayor al de las mujeres. A nivel mundial la brecha salarial es de 16% y se estima que a este ritmo llevará 257 años alcanzar la paridad económica de género. No hay ninguna chance de que aceleremos el ritmo para alcanzar la igualdad salarial si aplicamos la regla del que gana menos debe bajar sus expectativas laborales o directamente dejar de trabajar. Entre tantas iniciativas y políticas que son necesarias, también es necesario que haya más mujeres trabajando profesionalmente, que alcancen puestos de liderazgo y que se vuelvan tomadoras de decisiones. Y esto nunca sucederá si las mujeres dejan sus trabajos luego de ser madres o los mantienen pero ya no buscan oportunidades de mejora. Aplicar la regla es la forma fácil de que los hombres sigan con su vida sin inmutarla aún con un hecho tan disruptivo como la llegada de un bebé, en vez de pensar creativamente en cómo enfrentar esta decisión de vida con responsabilidad y acompañamiento. Desde mi perspectiva, la rutina de una pareja que decide tener hijos se debe organizar de acuerdo a las particularidades de cada trabajo y cada persona y no de acuerdo al nivel de ingreso. No es lo mismo una persona que trabaja en el sector salud que probablemente tenga que hacer guardias en la noche, que una persona que trabaja desde su casa, un profesional independiente o un artista. Sin dudas no es una tarea fácil y seguramente las responsabilidades no se dividirán en un perfecto cincuenta por ciento, pero si lo dejamos a la aplicación de la regla, los números dicen que viviremos siempre en una profecía autocumplida.


En definitiva, ya sea porque el mundo asume que por el hecho de haber sido madre perdiste tus ambiciones profesionales, sigas o no trabajando, o porque sos la persona que gana menos dinero en la pareja, o por ambas y otras razones, en algún momento de nuestras vidas es probable que dejemos de tener ese grupo de personas que nos alientan a que cada día nos vaya mejor, a avanzar un paso más, a lograr nuestras metas, a ganar esa carrera o esa competencia de gimnasia olímpica. Sheryl Sandberg en su libro "Lean In" dice que nos imaginemos una maratón donde participan hombres y mujeres igualmente entrenados y donde todo empieza muy bien para ambos. Sin embargo, los hombres reciben mensajes de las personas que están a un lado de la ruta diciéndoles lo bien que van y las mujeres mensajes que les gritan que no es necesario que continúen y que para qué se esfuerzan si lo más probable es que no quieran terminar. Y esto se hace cada vez peor en la medida que la carrera avanza y los corredores están más cansados. Incluso las voces hacia las mujeres se pueden volver hostiles, con mensajes que cuestionan el hecho que las mujeres estén en la carrera mientras sus hijos están en casa. No es para sorprenderse quienes seguramente terminen la carrera con éxito y quienes van quedando en el camino.


Alguna vez a mis veinti tantos alguien me dijo que lo más importante en una pareja era que ambas personas se admiren mutuamente. En su momento tomé la información pero no estaba completamente convencida que eso fuera de todas las cosas lo más importante. Hoy creo que esa persona sabía de lo que estaba hablando y que no deberíamos empezar ni mantener una relación con una persona que no crea y nos impulse a cumplir nuestros sueños, sean los sueños que sean y tengan chance de generar el dinero que sea. También creo que si no tenemos a esa pareja que nos eche porras, no olvidemos que probablemente sí tengamos a una o más amigas. Las mujeres somos increíblemente buenas echandonos porras las unas a las otras. Y si estás en este momento donde no hay nadie cercano que te impulse, recuerda que siempre estás tú misma. Yo he sido mi única porrista en varios momentos de mi vida y a veces los resultados te sorprenden.


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